Dic 19, 2009
Marco Eduardo Murueta
La “paradoja de la calidad educativa” no se queda sólo en el ámbito político. En gran parte de la bibliografía sobre el tema encontramos pésimas definiciones y explicaciones de qué es calidad y, más aún, calidad educativa, la mayoría haciendo evidente que sus autores no tuvieron el cuidado mínimo de revisar un buen diccionario al respecto. Por ejemplo, de manera similar a otros expertos, la chilena María Teresa Lepeley, autora del libro Gestión y calidad en educación, un modelo de evaluación, define la “calidad” como “el beneficio o la utilidad que satisface la necesidad de una persona al adquirir un producto o servicio”. Así, la también directora de Programas de gestión y negocios internacionales en la Universidad de Connecticut, en Estados Unidos, confunde “utilidad” con “calidad”, lo cual se antoja absurdo cuando encontramos muchos productos y servicios de poca calidad relativamente funcionales y que satisfacen una necesidad específica a un cliente, como bien ejemplifica la anécdota de la anciana que pidió a su dentista, en una sola sesión, la colocación de una dentadura postiza que le permitiera comer. El dentista le aclaró que eso no iba a quedar muy estético, pero ante la insistencia práctica y la poca importancia que la señora le daba a la estética a sus 76 años, éste le colocó unos dientes eficaces que motivaron una airada y lógica protesta de los familiares: un pésimo servicio pero útil para los fines del usuario. Así, el criterio de calidad no puede residir en la satisfacción del cliente si éste carece de un referente de comparación y una formación para evaluar diferentes aspectos del producto o servicio que le permitan determinar realmente cuál es “mejor”, como lo indica la definición del Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española.
Peor aún es el caso de quienes definen la calidad y la calidad educativa como “el compromiso con la mejora continua” (Garduño, 1999), o quienes consideran que solamente hay dos opciones discontinuas, calidad o no-calidad (0 o 1), pese a que se trata de una variable susceptible de tener diferentes magnitudes respecto de un patrón de comparación, como todo aquello que se mide.
Foto: Guillermo Barrios del Valle
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May 13, 2006
Dr. Marco Eduardo Murueta Reyes
La “metacognición” se refiere a la posibilidad de que algunos procesos cognitivos se ocupen de otros procesos cognitivos generando un todo complejo. Algunos autores han concebido a la metacognición como la reflexión o análisis de los procesos cognitivos que se desarrollaron ante una circunstancia o tarea determinada. Sin embargo, la “metacognición simultánea” se refiere a la posibilidad de operar mentalmente en varias pistas o niveles interconectados de manera continua. El número de pistas o niveles metacognitivos está relacionado directamente con la capacidad intelectiva y la agilidad mental, sobre todo considerando la subordinación y sobreordenación de niveles metacognitvos, es decir, la referencia y coordinación de unos niveles por otros.
La evidencia de procesos metacognitivos simultáneos existe en muchas actividades humanas. Por ejemplo, la capacidad de una persona para tocar el órgano encargándose de la melodía con una mano, de la armonía con la otra, del contrabajo con el pie izquierdo, de los matices con el pie derecho, de los cambios de instrumentos y efectos especiales, y todavía poder responder simultáneamente a interacciones sociales, refleja la complejidad de la organización cerebral y mental.
El proceso de desarrollo cognitivo estudiado especialmente por Piaget y Vygotski permite captar la manera en que los niños van incorporando niveles de procesamiento metacognitivo simultáneo a partir de su interacción con el mundo físico-social circundante. Los primeros hábitos del reciennacido ‑dice Piaget- se integran en las “coordinaciones circulares primarias”, éstas en las secundarias, y así sucesivamente hasta llegar al pensamiento formal o conceptual que Piaget y Vygotski equivocadamente consideran la cúspide del desarrollo intelectual, pues es superado por el pensamiento dialéctico que implica una complejidad metacognitiva mayor.
La permanencia del objeto y, sobre todo, la disociación entre “medio y fin” que Piaget encontró en los niños entre los 9 y los 18 meses de edad, que coincide con el aprendizaje del lenguaje articulado, representan la emergencia de nuevas posibilidades metacognitivas simultáneas que están fuera del alcance de otras especies animales, y que constituyen la clave de la acumulación de experiencia histórica en cada individuo. Animales inteligentes como el perro, el chimpancé o el delfín logran entre dos y tres niveles metacognitivos, mientras que los humanos que desarrollan pensamiento formal requieren alrededor de seis o siete niveles metacognitivos simultáneos.
La metacognición simultánea implica la diferenciación progresiva del funcionamiento cerebral, lo cual es producido también por el tipo de actividades en que una persona se involucra. El aprendizaje de la escritura y la lectura es lo que permite la capacidad para la conservación de cantidad y la inclusión de clases que Piaget encuentra justamente en los niños de 6 a 7 años y que cambian sus paradigmas intelectivos. Actividades que implican procesos algebraicos son el sustento de la posibilidad del pensamiento formal y no viceversa. Queda claro que tampoco alguien puede acceder a un nuevo nivel sin haber logrado los peldaños previos. La educación formal e informal es la fuente principal de desarrollo de capacidades metacognitivas.
Es posible diseñar estrategias y ejercicios para desarrollar intencionadamente la diferenciación cerebral y las posibilidades metacognitivas simultáneas, inclusive en personas que tienen disminuidas físicamente sus capacidades. Un ejemplo de ello puede constituirlo el manejo de operaciones aritméticas seriadas (suma y resta) con números progresivamente mayores que implicarían un proceso metacognitivo simultáneo gradualmente más complejo. Por supuesto, el manejo del cuerpo también puede ser incluido en ejercicios metacognitivos, como lo ilustran algunas de las técnicas de gimnasia cerebral y de educación especial de niños con retardo o daño cerebral.
Ago 10, 2009
Marco Eduardo Murueta
A la familia también se le conoce como “grupo primario” (Simon, Stierlin y Wynne, 1988), debido a que generalmente constituye el primer grupo al que pertenece una persona y, también, a que éste grupo se considera generalmente prioritario respecto a otros grupos en los que sus integrantes pueden participar. El grupo primario puede concebirse como el sistema básico de referencias afectivas que le permiten a una persona encontrar su propio significado personal, así como los significados de todo lo que le rodea y, por tanto, encontrarle un determinado sentido a su vida, a sus actividades cotidianas. Una persona que no tuviera un grupo primario sería equivalente a estar en una noche nublada navegando una barca en medio del océano, sin ningún faro o estrella que pueda orientar hacia dónde remar. Cualquier esfuerzo carecería de sentido. Por esa razón, de hecho, no puede vivirse sin un grupo primario, sin una familia (ya sea consanguínea o no). Si el grupo primario al que pertenece una persona pierde su estructura significativa, al disminuir la convivencia y la charla, equivale al aislamiento sensorial prolongado que se ha demostrado es altamente destructivo de la salud psicológica (Klein, 2007).
Foto: Juan Soriano
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