por Marco Eduardo Murueta
Subjetividad objetiva y objetividad subjetiva
La objetividad es lo verdaderamente subjetivo. La subjetividad es lo verdaderamente objetivo. Lo más subjetivo es lo objetivo. Lo más objetivo es lo subjetivo.
Por una parte, cuando se tiene un objeto, hay múltiples ángulos y momentos en que éste puede circunscribirse, desde cada uno de los cuales se va haciendo distinto, es decir, se va haciendo otro objeto. El objeto cambia al modificarse el contexto, la historia en la que se enmarca y que siempre va siendo distinta. El objeto que en un momento llamó la atención por su novedad al poco tiempo se hace viejo e indiferente, es otro. Pero, aún más, generalmente un objeto nace ambiguo y complejo por la simultánea diversidad y movimiento de los contextos en los que se inserta desde el principio. Así, un objeto es siempre muchos objetos, hay una infinitud de objetos implicada en cada objeto, porque son infinitos sus contextos.
Por la otra parte, no hay nada más patente y vívido, es decir, no hay nada más objetivo, que las emociones cuando éstas son intensas, aunque a veces no se tenga palabras para describirlas.
A diferencia de lo externo que puede ser observado desde diversos ángulos y tiene desde su origen múltiples facetas, lo interno únicamente es desde el ángulo mismo en que fue captado por la persona que lo observa; no es otra cosa, sino eso mismo que fue percibido internamente. Es dolor, es alegría, es nostalgia, es un recuerdo, una imagen, una narración que el observador ha percibido desde el único plano en que existen. En cuanto esas emociones y vivencias internas pueden analizarse se transforman en externas y dejan de ser lo que fueron originalmente al entrar en relación con otros contextos.
Con entrenamiento una persona puede aprender a describir con alta fidelidad sus emociones y la forma en que desarrolló un pensamiento, así como puede narrar sus sueños que solamente tienen un único ángulo desde el que son soñados. Sin embargo, debe quedar claro que al nombrar o describir un hecho éste se transforma. Por eso se dice que el sueño narrado es siempre distinto del sueño soñado, y lo mismo ocurre con cualquier otro objeto. Todo objeto al ser representado se modifica, se hace otro en cada ocasión en que se recuerda. Entendiendo esto, podríamos tener claro que “el pasado se puede cambiar” y de hecho cambia con sólo mencionarlo, como cambia un libro o una película a los que se entra por segunda o enésima vez. Los seres humanos estamos condenados a transformar todo lo que tocamos, aún cuando no sea esa la intención. Por eso la cultura crece y se modifica con la reiteración, con los rituales, con las costumbres.
Las emociones y los pensamientos tienen un sentido primigenio único, mientras que lo externo es desde el primer momento diverso, polisémico. Pero lo interno sólo puede pervivir externalizándose, es decir, haciéndose otro. La vivencia pasa a ser recuerdo. Los recuerdos, es decir, el pasado, va cambiando conforme pasa la vida; lo que un día fue tristeza y debilidad después se transforma en orgullo y fortaleza, tal como lo muestran las historias heroicas.
En psicología, los objetivistas no confiaban en la percepción directa de los datos, sino en la medida en que dos o más sujetos observadores estaban de acuerdo, con lo cual sus datos resultan “intersubjetivos”. Del otro lado, muchos teóricos de la subjetividad, en cambio, no parecen preocuparse mucho por confirmar sus observaciones, las consideran verdaderas y válidas desde el primer momento, como si fueran objetivas.
A principios del siglo XXI, todavía hay muchos objetivistas que no han entendido que los ojos y los oídos han sido educados para percibir lo que perciben, tienen una historia y corresponden a actitudes y creencias ideológicas, y que, por tanto, lo mismo ocurre con todos los patrones de medida a los que han considerado como si fueran impersonales o ahistóricos.
Los teóricos de la subjetividad no se percatan de que los fenómenos que consideran “subjetivos” se producen “objetivamente” y se relacionan de manera objetiva con las condiciones de vida material en que se desenvuelven personas y grupos. Los teóricos de la subjetividad no comprenden lo que bien dice Pablo Fernández Christlieb (2004) acerca de que el pensamiento ocurre no sólo en la cabeza de las personas sino que pensamos con movimientos corporales y con las cosas que nos rodean. Por ejemplo, un lápiz o una computadora, así como la ordenación que hay en un supermercado son elementos del pensar de individuos y colectivos. Al dialogar se piensa también a través de las palabras del otro.
En efecto, todo es subjetivo debido a su objetividad y es objetivo por su subjetividad. Esa es la realidad, decía Hegel. No es que el objeto sea otro más allá de su apariencia, sino que la apariencia es ya una parte del objeto real que se forma de múltiples, sucesivas e infinitas formas de su aparecer. Así, objetividad y subjetividad, tanto en el sentido ontológico y epistemológico como en su dimensión propiamente psicológica, incluso individual, son dimensiones mutuamente constitutivas. Por eso puede decirse que también el psicótico tiene razón, como ya nos lo habían hecho ver, por una parte Cervantes y, por otra, Erasmo de Rotterdam. Y, siendo consecuentes, también habría que decir que el saber absoluto pretendido por Hegel no deja de constituir un delirio de grandeza que, por cierto, muy pocos han podido comprender.
Praxis y semiótica
Los seres humanos –como dice Heidegger (1927/1983; pp. 97–103)– estamos “arrojados” en la significatividad. Vivimos en la significatividad como los peces en el agua; o más aún, porque no podemos siquiera imaginar o pensar un mundo sin significados. La falta de significados, la nada, equivale al olvido o a la muerte que, sin embargo, no puede comprenderse sino como otra forma de vida: el muerto vive: es un conjunto semiótico vivo. Todo mundo posible es un conjunto semiótico en movimiento. Todo tiene el carácter de signo o de símbolo, todo es semiótico. Cada cosa es un significante y un significado. Más exactamente todo es polisémico, es decir, es muchos significantes y muchos significados, de manera sincrónica y diacrónica. Los significados se vuelven significantes de otros significados, en una madeja infinita que la filosofía y las ciencias intentan desenredar y, paradójicamente, muchas veces enredan más.
En esta perspectiva, tienen el mismo estatuto ontológico las representaciones mentales, los sueños y las emociones, las acciones corporales, el pensamiento, las palabras y las correspondientes acciones de otros; las cosas materiales y las cosas inmateriales con las que interactuamos. Todo es objetivo-subjetivo porque todo es semiótico.
Es con esta visión que por fin puede unirse en un solo proceso integral el alma y el cuerpo, la mente y la conducta, lo inconsciente y lo consciente, la teoría y la práctica. A esta dinámica integral de los seres humanos le llamamos “praxis”, es decir, acción humana.
La praxis se caracteriza por la pre-visión. Pero esa pre-visión sólo es posible por la incorporación del pasado, del pasado propio y del pasado de otros. No es posible imaginar nada que no sea una recombinación de lo vivido individual y colectivamente. La praxis se muestra así como temporalidad, como un presentarse continuo adviniendo lo que ha sido (al revés de cómo lo vió Heidegger, Op. Cit.). El significado es un producto histórico que abre siempre otras posibilidades, inmediatamente es un significante polisémico. Cada palabra abre varios discursos posibles y el hablante va eligiendo. Al mismo tiempo que quien lo escucha hace un esfuerzo para seguirlo y no perderse en los discursos propios que se le van generando. Por eso, muchas veces tenemos que leer otra vez la frase o el párrafo al regresar de una de las tantas distracciones provocadas por algunas palabras o frases que van tocando puntos diversos de la historia personal.
A esa continua polisemia le hemos llamado “haz semiótico”. Todo símbolo irradia significados con diferente fuerza evocadora, algunos más claros y distintos y otros sutiles, ambiguos, traslapados, mezclados o integrados. Es lo que explica el fenómeno de la “condensación” que Freud encontró en la interpretación de los sueños. Es la multiplicidad simultánea y continua de la “asociación libre”.
El paso de unos significados a otros es un producto indisolublemente emocional y cognitivo que en todos los casos constituye una acción, una acción cerebral o motriz o ambas. No debe olvidarse que la acción motriz es siempre una acción semiótica, tal como lo ha planteado Bruner (1991).
Los procesos de significado o procesos semióticos tienen otra muy importante peculiaridad: para generarse y mantenerse requieren ser compartidos. El aislamiento prolongado va borrando los significados hasta que llega el momento en que no puede mantenerse la coherencia. Pero desde un principio, la sensación de falta de sentido, de ambigüedad o confusión de los significantes y los significados genera tensión emocional (neurosis). La curiosidad y la “avidez de novedades” buscan retomar el camino del compartir la significatividad. Pero si el “anonadamiento” (la sensación de la nada) se prolonga o se intensifica, la ansiedad se eleva y sólo puede disminuirse transitoriamente a través de tres caminos:
- Provocarse artificiosa y compulsivamente sensaciones placenteras (comer, beber, fumar, drogarse, ir de compras, sexualidad, juegos para pasar el tiempo, televisión, música, etc.).
- Causar malestares a otros (a través de culpas, burlas, menosprecio, sometimiento, agresión).
- Exigir a otros que actúen a partir de criterios rígidos o estereotipados y, por tanto, absurdos. Desde el fanatismo religioso hasta la discriminación y las modas.
Como es obvio, en los tres casos se trata de significaciones forzadas que se mantienen funcionando como círculos viciosos: ansiedad-compensación transitoria-ansiedad. La vida se hace superficial y, no obstante esas fórmulas paliativas cada vez más sofisticadas y patológicas, gradualmente va hundiéndose en la angustia-desesperación provocada por el creciente sentido de soledad y frustración.
Esas son las tres características que, desgraciadamente, van predominando en la humanidad conforme se avanza en el aislamiento individualista que acompaña al supuesto progreso. No es casual que algunos de los países con mayor poder tecnológico tengan altos índices en drogadicción, obesidad, infartos, violencia callejera, familiar y militar, depresión prolongada, suicidios, etc. De lo cual, tienden a culpar a los países que tienen sometidos. Según ellos, sus jóvenes se drogan porque los narcotraficantes latinoamericanos llevan las drogas hasta la puerta de las escuelas. No advierten que son esos jóvenes y no-tan-jóvenes, ansiosos de la droga por el individualismo en que viven, los que generan el fenómeno del narcotráfico. Que aunque encierren en las cárceles a todos los narcotraficantes actuales surgirán otros que cubran esa necesidad objetivo-subjetiva de sus habitantes. Esos países poderosos, vigilan y controlan la manera de ser de todos los países para que sean a ejemplo y semejanza de ellos.
Hábitos y lenguaje
La significatividad se organiza como conjunto de hábitos y como lenguaje. Como conjunto que integra progresivamente hábitos sensoriomotrices o praxias, hábitos estéticos o gustos, hábitos emocionales o sentimientos y hábitos cognitivos o creencias (Cfr. el concepto de habitus en Bordieu, 1988). Los significados no-verbales y los verbales –como lo vió Vygotski (pensamiento y lenguaje)– se combinan, se entrecruzan, para hacer posible la praxis, es decir, la acción humana y su evolución histórica.
La memoria se genera mediante los hábitos no-verbales y la estructuración lingüística (que también es una estructuración de hábitos lingüísticos). El lenguaje organiza y consolida los gustos, los sentimientos, las creencias, las praxias y así permite la memoria verbal y la re-creación presente de los acontecimientos emocionalmente significativos. Por eso puede hablarse de una prehistoria para referirse a la etapa en que la humanidad aún no había logrado la grafía, que permite la memoria a largo plazo y que evoluciona a través de las generaciones. De la misma manera, por razones análogas, una persona no puede recordar sus vivencia anteriores a lo que Vygotski concibió como “lenguaje internalizado”.
Las palabras estructuran el mundo. Las palabras, sin embargo, son culminación de la estructuración piramidada o metacognitiva de los hábitos. Los hábitos se “molarizan”, es decir, se integran en paquetes y se vinculan con otros hábitos y paquetes de hábitos. Las palabras avanzan hacia su forma conceptual más alta en la medida en que integran o empaquetan conjuntos de hábitos sensoriomotrices, emocionales, estéticos y cognitivos. Las palabras representan conjuntos significativos de diferente nivel y se relacionan con otras palabras para integrarse en clases, ordenaciones, operaciones lógicas, operaciones matemáticas.
En ese sentido, la organización y formación de los conceptos-palabras tiende a una parábola: como lo descubrió Piaget (Piaget e Inhelder, 1978; Piaget, 1979), las palabras nacen como nombres pegados al objeto o acción que designan; luego van haciendo abstracción para integrar clases de objetos y variables abstractas, llegan a la representación algebraica y cibernética y, con una perspectiva dialéctica (a la que no llegó Piaget), pueden volver a integrar lo abstracto y lo concreto. El pensamiento dialéctico integra en un solo proceso el razonamiento lógico y la intuición no-verbal, la técnica y el arte, el trabajo y el juego.
Las palabras son esqueleto del conjunto semiótico en el que nacen y se desarrollan. Nombrar es abrir un nuevo orden, dirigir la atención, introducir un referente compartido, coordinar y dirigir las acciones (Luria, 1979). Lo que no se pone en lenguaje flota en el ambiente psicológico de la vida individual o de un grupo; anda como rebotando entre posibilidades límite que imponen las costumbres, los rituales, los hábitos colectivos; en los que también se ve “arrojada” cada persona, forzada a repetirlos.
Pero los nombres, apenas se crean, se vuelven polisémicos, es decir, nombran objetos que se van haciendo distintos. Cada nombre se inserta dentro de las múltiples historias que se sintetizan tanto en una determinada colectividad como en un individuo concreto. A pesar de los diccionarios, todos las palabras son ambiguas. Lo que dice el hablante es siempre diferente de lo que oye el que lo escucha. Es diferente porque sus contextos históricos son distintos.
Los signos o símbolos son al mismo tiempo compartidos y no-compartidos. Los signos se comparten más cuando se insertan en historias y prácticas similares o complementarias. Los signos, a su vez, dirigen las historias y las prácticas colectivas. Eso es lo que plantea Gramsci con su concepto de hegemonía. La sociedad se organiza a través de relaciones práctico-intuitivas y práctico-lingüísticas surgidas históricamente. Gramsci (1975) considera esencial modificar intencionalmente la significatividad concreta que cohesiona y le da identidad a una determinada colectividad. Para ello, es necesario diseñar nuevos conceptos, aprender a nombrar, crear nuevas palabras para dar otra forma estructural a las acciones-no verbales; pero, también lo recíproco: producir nuevos tipos de acciones-no verbales como caldo de cultivo de los nuevos conceptos. Lo uno sin lo otro es trivial. Hay que hacer palabras para nombrar las prácticas no-verbales socialmente emergentes, y al mismo tiempo, es necesario abrir nuevas posibilidades prácticas a través de señalar absurdos lógicos y derivar propuestas técnicas.
Identidad y diversidad cultural
Lo que los psicólogos llaman “autoidentidad” o “Yo”, también debe comprenderse como un determinado conjunto semiótico, con una historia y un porvenir. El “yo” tiene su significado articulado con el significado del mundo del que forma parte y que, bien vistas las cosas, en realidad el mundo es también parte del “yo” mismo. El “yo” también es plurisémico y por tanto puede comprenderse como un “haz semiótico”, como todos los haces semióticos y los haces luminosos, continuamente titilando, y así puede imaginarse como un espectro en movimiento que cambia su configuración a cada paso.
Si el mundo se desdibuja por el aislamiento social, también se hace borrosa la sensación de sí mismo y la autopercepción. Esto redunda en la búsqueda de esas sensaciones que también reducen la angustia porque –mientras dura su efecto– ayudan a reafirmar la identidad personal.
No basta con señalar la influencia de culturas determinadas sobre los sentidos concretados en una persona, es necesario comprender de qué manera la diversidad cultural impacta, se arraiga y se desarrolla en cada caso. Profundizar en temas como formación estética (educación de los sentidos), incorporación y producción intencional de mensajes, tradiciones y valores. Los seres humanos somos capaces de tomar como propias experiencias de otros a través de la comunicación, para generar acciones socialmente pertinentes. La praxis individual y colectiva es producto de la historia-cultura, tanto como lo inverso. La realidad surge históricamente conforme los seres humanos producen y reprocesan significados de su actividad-mundo, es decir, de su praxis. La diversidad de praxis es clave para entender la diversidad cultural que, a su vez, se sintetiza en cada praxis individual o colectiva.
Freud introdujo el concepto de “superyo” para referir la introyección o incorporación de valores culturales a la personalidad de los individuos. Según Freud, el “superyo” integra tanto al “ideal del yo” como a “la censura moral” que delimita lo que el individuo debe hacer y aquello que le está permitido. Sin embargo, para Freud toda la energía motivacional proviene del “ello”, de las “pulsiones” innatas de vida y de muerte. Freud concibió al “superyo” como algo esencialmente monolítico pues no tomó en cuenta la diversidad cultural en que se desenvuelve cada persona. Ese concepto freudiano de “superyo” puede volverse más interesante si se le concibe desde la diversidad cultural, y, por tanto, puede establecerse una fuerza motivacional personal originada por las contradicciones culturales que incorpora de sus padres, de la escuela, de los medios de comunicación y de otras influencias semióticas. La fuente principal de la motivación personal, así, no sería de carácter biológico sino semiótico-cultural, o sea histórica, y esto implica una propuesta muy relevante en la psicología contemporánea, particularmente en América Latina, crisol de todas las culturas.
En ese sentido, resulta interesante la relación entre el concepto de praxis y la introyección compleja de diversos valores culturales. Las relaciones prácticas (sensoriales, estéticas) de una persona con el medio cultural que le rodea, al mismo tiempo son producto de una historia semiótica y, por tanto, cultural, como generan nuevas dimensiones semióticas y producen cultura.
Es necesario revolucionar el concepto de cultura. Toda cultura implica una diversidad cultural en su interior, todas las culturas son culturas híbridas –como diría García Canclini (1990). Un niño tiene la influencia esencial de las culturas familiares diferentes de las que provienen sus padres o tutores; la dinámica cultural de las familias se enfrenta con las culturas escolares, inclusive cada maestro y cada compañero de la escuela son expresión sintética de otras combinaciones culturales. Los medios de comunicación masiva, los comercios, los juguetes y los juegos introducen otros tantos elementos culturales en la autosensación y comprensión de sí mismo y del mundo que le rodea. Las culturas locales se ven alteradas por la globalidad que, a pesar de todo su impacto, no termina de borrarlas.
Por eso Gramsci (1987) concibe al individuo como “la síntesis de las relaciones existentes” y también “la historia de esas relaciones”. “Es el resultado de todo el pasado” –dice–. Lo mismo sería aplicable a un grupo determinado, a una clase social, a una comunidad y a la humanidad toda. En ese sentido, la cultura significa la incorporación-transformación de las vivencias de unos en otros, a través de la re-iteración, como le llama Heidegger (Op. Cit.) al apropiarse de lo que ha sido; al volver a hacer presente lo que ha sido, de una nueva manera, en un nuevo contexto y, por tanto, como algo nuevo.
Se usan las mismas palabras que siempre dicen algo distinto, y por tanto son otras; se aplican las mismas técnicas para producir efectos esperados en situaciones diferentes por lo que la técnica siempre integra la intuición de la posibilidad que nunca es certeza absoluta; se re-producen las costumbres y los rituales como continuidad e identidad histórica de individuos y comunidades que van dejando de ser lo que eran, las identidades se transforman. A través de ello se concretan y consolidan valores personales y compartidos por colectividades determinadas, sin dejar de tener la tensión y el movimiento que antes referimos; lo mismo ocurre con las creencias y códigos de comunicación, como base para la “sociedad”, es decir, como base de la acción coordinada, de la cooperación y de la memoria individual y colectiva. Sin la re-iteración es imposible recordar, y por tanto no sería posible tener historia e identidad; no es posible el ser humano.
Así, la cultura es –como decía Gramsci– organización progresiva, individual y colectiva. Una cultura compleja permite una organización compleja, pero también viceversa. La apropiación o re-iteración de las experiencias y vivencias de otros es lo que permite entender su punto de vista, sus propuestas y el sentido de sus acciones; elementos indispensables para coordinar acciones colectivas.
Cultura y pseudocultura
Quienes tengan acceso a experiencias diversas y ricas en su contenido tendrán más cultura (al poder re-iterar dichas experiencias) y, por tanto, podrán captar en mayor medida los matices de personalidades y situaciones logrando imaginar combinaciones y posibilidades complejas de mayor alcance práctico. Podrán convocar a opciones entendibles para muchos sin necesidad de imponerles un determinado punto de vista. La imposición, la violencia, en el fondo significa impotencia, incapacidad para comprender las motivaciones de los otros, su punto de vista, su valor social e histórico, es decir, falta de cultura o anquilosamiento de la cultura (pseudocultura). La persona poco culta o anquilosada requiere del poder del dinero y del poder tener un cargo formal o un medio de difusión para amplificar e imponer su lógica, que a esa misma persona se le ha impuesto desde fuera; puede “mandar obedeciendo” a un sistema impersonal que no comprende, pero en el que cree ciegamente. Como dice Pink Floyd, se torna en “otro ladrillo en la pared”, el muro que inhibe la cultura real, el apropiamiento por cada quien de las vivencias más diversas e interesantes de los seres humanos y la posibilidad de crear, haciendo realidad lo que parecían utopías.
A la cultura le es inherente la automatización de experiencias históricamente asimiladas, a través de rituales, costumbres y hábitos (prácticos, creencias, sentimientos y gustos). Pero dicha automatización envejece y poco a poco pierde frescura para acoplarse a situaciones novedosas; de ser una técnica o un hábito necesario y eficaz en determinada época o circunstancia se hace rígida y se vuelve un obstáculo para el cultivo de nuevas creencias, valores y constumbres emergentes en circunstancias distintas; en lugar de ser “cultivo de algo” se transforma en inercia que sólo sirve para cultivar presiones absurdas e irritación personal y colectiva. Esto ha derivado históricamente en que los colectivos y las personas consideren como universales lo que sólo sería válido en determinados contextos, lo cual tiene como efecto lógico el enfrentamiento de los universales de unos con los de otros que provienen de experiencias distintas; los automatismos o inercias de unos contra los de otros. Así la guerra se ha hecho presente en la historia humana, en las familias e incluso en el interior de los individuos. A eso, precisamente, se le puede denominar “psicopatología”: aferrarse a determinados esquemas, supuestos o ilusiones. Las experiencias culturales se transforman a veces en una especie de contra-cultura o pseudocultura.
Con toda la grandiosidad de la cultura humana, hasta ahora y desde hace unos 3000 años la pseudocultura prevalece, incluso ésta se traga y deglute progresivamente a la cultura, deformándola. A eso se refiere Nietzsche (1885/1997) cuando señala cómo lo que originalmente pudo haber sido considerado como “bueno” por su contribución a la vida, a la fortaleza de los invididuos y de las colectividades, al sedimentarse se automatiza y tiene una función contraria. “Pseudocultura” porque en lugar de “cultivar” lo que favorece el bienestar y el desarrollo de los humanos y de la vida en general, paradójicamente cultiva valores, creencias y costumbres que, fuera de su contexto original, resultan contrarios a dicho bienestar y desarrollo.
Desafortunadamente, el poder político y económico, así como las posibilidades de difusión masiva, suelen estar en manos de mentes cerradas, rígidas, a veces incluso obnubiladas, que se han hecho de ese poder a toda costa, pasando sobre quien sea, mintiendo, sobornando, aparentando, etc. Es difícil que una persona realmente culta acepte el costo ético que los actuales sistemas económicos y políticos requieren de sus funcionarios. A mayor cultura real mayor resistencia a la inmoralidad (la mentira, la corrupción, etc.), al fanatismo y a la moralina. Esto no significa que no haya políticos con sensibilidad cultural que realmente busquen contribuir al beneficio colectivo, pero desafortunadamente hasta ahora han sido minoría. Tampoco implica un maniqueísmo, pues entre los dos polos es posible encontrar una gama en la que quizá nadie toque los extremos, lo que implica que en cada individuo y en cada colectivo la cultura y la pseudocultura coexisten en determinadas proporciones, cambiantes según sus nuevas experiencias
La pseudocultura en el poder suele perseguir y atacar a la cultura y a otras versiones de pseudocultura que le son aversivas, para eso están las leyes, las sanciones y las armas. Vigilar y castigar –dirá Foucault (1996). La pseudocultura, realmente no deja de ser una cultura que tiene una actitud cerrada. Como si dijera: “solamente será lo que ya ha sido”. Pero no hay una re-iteración de lo sido ubicándolo en los nuevos contextos, sino concibiendo a lo sido como inmóvil, es decir “fuera de contexto”. Padres y maestros que reprimen las modas juveniles olvidando que ellos también fueron jóvenes reprimidos. Adultos que no son capaces de captar los mensajes de las nuevas generaciones y las circunstancias en que viven.
La pseudocultura se basa en y promueve la desconfianza generalizada, como en el enfoque de Hobbes y Freud. La colectividad continuamente sintiéndose amenazada por los intereses individuales. Para todo hay que crear normas, vigilantes y sanciones respectivas. Por ejemplo, eso sustenta la mal llamada “cultura democrática” que prevalece en el mundo y que muchos dan por sentado como un conjunto de valores universales: la legalidad, la objetividad, la imparcialidad, la tolerancia, el voto influido por el mejor manejo publicitario que con frecuencia promociona a la mediocridad y el egocentrismo; los trucos legaloides, la guerra verbal para demostrar que el otro es peor, etc.
Por el contrario, la cultura implica organización y con-vivencia, o quizá más bien al revés: la con-vivencia (vivencia compartida) como base de la organización. La cultura promueve la confianza recíproca y el afecto. Al con-vivir se captan y se comparten puntos de vista que pueden coordinarse para realizar un proyecto. La co-operación nace de la integración afectiva y la produce. Tener intereses compartidos o captar como propio el interés del otro, de los otros, es el fundamento de la “sociedad” (ser socios).
La pseudocultura invierte el sentido de esa “sociedad”. El inculto o pseudoculto usa a los otros como medios para intereses inmediatos. Cuando colabora en un proyecto lo hace pensando en el beneficio personal que obtendrá de esa “sociedad”, sin importarle el sentido colectivo del proyecto. El inculto está disociado de la comunidad a la que “desafortunadamente” pertenece y desprecia.
La cultura como incorporación-reproducción y apropiamiento de las experiencias de otros –en el grado en que eso ocurra– involucra a cada persona y a cada grupo con la colectividad, promueve el sentido de comunidad, de identidad colectiva integrada en la identidad individual, lo cual es la base verdadera de la responsabilidad social y de la acción ética. Pero el sentido de comunidad no puede surgir como pseudocultura mediante el adoctrinamiento o la coerción, su posibilidad se basa en la expansión y profundización de los afectos (compañerismo, estimación, amistad, amor) mediante la realización de actividades que permitan que unos incorporen lo más directamente posible las experiencias de otros: dialogar escuchando las historias, jugar y convivir, compartir proyectos exitosos. En el grado en que estos tres elementos forman parte de la vida individual y, por tanto, colectiva, la sensación de libertad cobra realidad. Es el sentido esencial de la frase célebre de José Martí: Ser cultos para ser libres.
La libertad de un individuo, de un grupo, de una organización, de un país, de la humanidad toda, se acrecienta conforme en cada caso se integran como propios las perspectivas y los sentimientos de los demás; conforme éstos se hacen una perspectiva y un sentimiento propio. Para ello resulta esencial la familiarización con las diversas historias, los diversos contextos. De esa manera, el libre deseo de un individuo tiende a identificarse con los anhelos y valores profundos de los colectivos en que se desenvuelve, es decir, en los que participa. Con esto se disminuye la funcionalidad de vigilantes y sanciones, al crecer la confianza entre los individuos y hacia las instituciones. Los individuos toman el poder (poder hacer).
Bibliografía
Bordieu, P. (1988) La distinción. Criterios y bases sociales del gusto. Taurus, Madrid.
Bruner, J. (1991). Actos de significado: más allá de la revolución cognitiva. Alianza, Madrid.
Fernández Christlieb, P. (2004). La sociedad mental. Anthropos, Barcelona.
Foucault, M. (1996). Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión. Siglo XXI, Madrid.
García Canclini, N. (1990). Culturas híbridas: Estrategias para entrar y salir de la modernidad. Grijalbo, México.
Gramsci, A. (1975). Los intelectuales y la organización de la cultura, Juan Pablos Editor. México.
Gramsci, A. (1987) Antología. Selección, traducción y notas de M. Sacristán. Siglo XXI, México.
Heidegger, M. (1927). El ser y el tiempo. Fondo de Cultura Económica, México, 1983.
Luria, A. (1979).El papel del lenguaje en el desarrollo de la conducta. Cartago, Buenos Aires.
Nietzsche, F. (1885). La genealogía de la moral. Alianza Editorial, México, 1997.
Piaget, J. e Inhelder, B. (1978). Psicología del niño. Morata, Madrid.
Piaget, J. (1979). La formación del símbolo en el niño. Fondo de Cultura Económica, México.
Vygotski, L. S. (1988). Pensamiento y lenguaje. Quinto sol, México.
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