La vida en fami­lia es la pri­me­ra escue­la para el apren­di­za­je emo­cio­nal; en ella, el niño empie­za a acep­tar o negar sus sen­ti­mien­tos a par­tir de lo que obser­va de sus padres

Dr. Mar­co Eduar­do Murue­ta Reyes

La emo­ción es lo que mue­ve al indi­vi­duo. Los seres vivos tene­mos la carac­te­rís­ti­ca de reac­cio­nar ante dife­ren­tes even­tos que ocu­rren en nues­tro entorno, a esta res­pues­ta se le cono­ce como emo­ción. Por lo tan­to, se tra­ta de una reac­ción repen­ti­na del orga­nis­mo que lle­va con­si­go com­po­nen­tes fisio­ló­gi­cos (sen­sa­cio­nes que expe­ri­men­ta el cuer­po), y cog­ni­ti­vos o men­ta­les (modi­fi­ca la for­ma de pen­sar, tur­ba la razón, o por el con­tra­rio, la ani­ma), es decir, las emo­cio­nes se gene­ran en el cere­bro, y dan lugar a la secre­ción de cier­tas sus­tan­cias quí­mi­cas, des­en­ca­de­nan­do una serie de mani­fes­ta­cio­nes en el cuer­po, a nivel fisio­ló­gi­co y cog­ni­ti­vo.

Exis­ten cua­tro emo­cio­nes bási­cas: la ale­gría, la tris­te­za, y la con­tra­par­te, el mie­do y el eno­jo; éstas se pue­den com­bi­nar para for­mar emo­cio­nes com­ple­jas como la nos­tal­gia (ale­gría y tris­te­za) o la picar­día (ale­gría y eno­jo).

 

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Foto: Fer­nan­do Rosa­les

¿Emoción o sentimiento?

Las emo­cio­nes se pue­den con­ver­tir en dife­ren­tes sen­ti­mien­tos. Un sen­ti­mien­to es un patrón de emo­ción ante un acon­te­ci­mien­to espe­cí­fi­co, por ejem­plo el amor o la depre­sión. En otras pala­bras, un sen­ti­mien­to es la for­ma úni­ca y per­so­nal de las emo­cio­nes. La inten­si­dad de un sen­ti­mien­to es per­so­nal, depen­de de cómo cada quien lo sien­te y lo vive.

En cada ins­tan­te expe­ri­men­ta­mos algún tipo de emo­ción. Nues­tro esta­do emo­cio­nal varía a lo lar­go del día en fun­ción de lo que nos ocu­rre y de los estí­mu­los que per­ci­bi­mos, esto sig­ni­fi­ca que varia de mane­ra repen­ti­na y lue­go vuel­ve a su esta­do pre­va­le­cien­te. Una cosa es tener siem­pre con­cien­cia de ello, es decir, saber y poder expre­sar con cla­ri­dad que emo­ción expe­ri­men­ta­mos en un momen­to dado; lo cier­to es que todos los seres vivos tene­mos un esta­do emo­cio­nal, es decir, una for­ma de reac­ción, ya sea al estar con­ten­tos, tris­tes, moti­va­dos, des­mo­ti­va­dos, tran­qui­los, con mie­do, etcé­te­ra, depen­de de la his­to­ria o cir­cuns­tan­cia de cada indi­vi­duo. Exis­ten per­so­nas que son más ale­gres, tran­qui­las, irri­ta­bles o tris­tes y ese es su esta­do de áni­mo, lo cual tie­ne que ver con un hábi­to, es decir, depen­de de cómo se haya acos­tum­bra­do des­de que nació, por lo tan­to, los cam­bios y esta­dos emo­cio­na­les tie­nen que ver con apren­der des­de niños a cono­cer­los, expre­sar­los y con­tro­lar­los. Esto es lo que deter­mi­na­rá la for­ma de reac­cio­nar y actuar.

Neurofisiología de las emociones

El cere­bro está divi­di­do en dos hemis­fe­rios. El dere­cho es el que se encar­ga de gene­rar las emo­cio­nes y del desa­rro­llo intui­ti­vo y abs­trac­to. Es aquí don­de se desa­rro­lla la par­te afec­ti­va, emo­cio­nal y artís­ti­ca de la per­so­na. El izquier­do, por su par­te, se encar­ga del pen­sa­mien­to lógi­co y racio­nal. Ambos hemis­fe­rios están conec­ta­dos entre sí.

Por otro lado, es en la cor­te­za cere­bral don­de se encuen­tran un con­jun­to de estruc­tu­ras que se cono­ce como sis­te­ma lím­bi­co, el cual tie­ne gran impor­tan­cia en el ori­gen y con­trol de las emo­cio­nes y los impul­sos. La cor­te­za es una lámi­na ple­ga­da de teji­do que envuel­ve los hemis­fe­rios cere­bra­les –que con­tro­lan la gran mayo­ría de las fun­cio­nes bási­cas del cuer­po, como el movi­mien­to mus­cu­lar, la per­cep­ción– y posee cua­tro lóbu­los. El daño en alguno de ellos pue­de oca­sio­nar dife­ren­tes tipos de enfer­me­da­des.

De aquí que un niño que se sien­te bien, se com­por­ta bien, pues la salud físi­ca está muy liga­da con la salud emo­cio­nal, si el indi­vi­duo está con­ten­to su orga­nis­mo gene­ra más sero­to­ni­na, esto reper­cu­te en su sis­te­ma inmu­no­ló­gi­co y lo hace menos vul­ne­ra­ble a la enfer­me­dad.

Expresión emocional

La for­ma más bási­ca de expre­sión emo­cio­nal son las reac­cio­nes fisio­ló­gi­cas cor­po­ra­les como la ten­sión mus­cu­lar; la pal­pi­ta­ción del cora­zón; el tem­blor de las manos; la res­pi­ra­ción se alte­ra y ace­le­ra cuan­do hay más emo­ción, lo cual pro­vo­ca tam­bién que el cere­bro se alte­re, por ello, entre más ele­va­da sea la emo­ción menos capa­ci­dad de razo­na­mien­to se tie­ne, por eso las per­so­nas que se ena­mo­ran o se eno­jan pier­den la capa­ci­dad de ana­li­zar las cosas.

Exis­ten tam­bién las reac­cio­nes refle­jas. En cuan­to ocu­rren cier­tos even­tos hay refle­jos que gene­ran sus­tan­cias como la adre­na­li­na, por ejem­plo ante un gol­pe o rui­do el cuer­po inme­dia­ta­men­te segre­ga adre­na­li­na, lo cual per­mi­te una reac­ción de aler­ta, aten­ción y acción, esto per­mi­te que la emo­ción se edu­que, por ejem­plo, cuan­do el peque­ño escu­cha un rayo se asus­ta, pero cuan­do está acción es con­ti­nua, sabe de que se tra­ta y el mie­do des­apa­re­ce. De esta mane­ra, la emo­ción se basa en los refle­jos, se edu­ca y com­bi­na para pro­du­cir emo­cio­nes com­ple­jas, asi­mis­mo, se gene­ran hábi­tos emo­cio­na­les que se tra­du­cen en sen­ti­mien­tos, por lo tan­to, el niño se va tor­nan­do como tris­te, ansio­so, inquie­to, tran­qui­lo. Des­de lue­go hay patro­nes etno­ló­gi­cos o here­di­ta­rios; las muje­res tien­den a ser más esta­bles, tran­qui­las y menos agre­si­vas, por eso sopor­tan nive­les de pre­sión impre­sio­nan­tes ante una situa­ción de con­flic­to; en cam­bio, el hom­bre tien­de a ser más agre­si­vo, y es que tam­bién tie­nen que ver aspec­tos bio­ló­gi­cos. La tes­tos­te­ro­na gene­ra más ten­den­cia a la agre­si­vi­dad y la pro­ges­te­ro­na pro­du­ce más ansie­dad y sobre sal­to ante cir­cuns­tan­cias impre­vis­tas, a esto se debe que por lo gene­ral las muje­res se alte­ren fren­te a un ratón.

Los niños se for­man con esas ten­den­cias here­di­ta­rias y desa­rro­llan su tem­pe­ra­men­to; a la par­te here­di­ta­ria del pro­ce­so emo­cio­nal se le lla­ma tem­pe­ra­men­to, y sobre éste se empie­zan a gene­rar hábi­tos emo­cio­na­les más espe­cí­fi­cos en fun­ción de la cul­tu­ra, de la vida per­so­nal, de la fami­lia, lo que lle­va a defi­nir su per­so­na­li­dad y a esta­ble­cer los patro­nes emo­cio­na­les.

Otros nive­les de expre­sión son los sue­ños, el jue­go y los chis­tes; tam­bién está el arte, en su for­ma recep­ti­va como escu­char una can­ción, y en su for­ma acti­va como pin­tar o escri­bir; lue­go vie­nen las expre­sio­nes con­cep­tua­les mito­ló­gi­cas como la reli­gión, los mitos, las leyen­das; la cien­cia y la téc­ni­ca, como el uso de la compu­tado­ra, que se pue­de tra­du­cir como una pasión para quien la ela­bo­ró y para quien la usa. Todas estas expre­sio­nes per­mi­ten expe­ri­men­tar sen­sa­cio­nes que pro­vo­can la volun­tad de poder rea­li­zar y some­ter­se. La volun­tad de poder rea­li­zar es una de las situa­cio­nes prin­ci­pa­les en todos los seres huma­nos, pues equi­va­le al deseo de ser.

Positivo y negativo

Gene­ral­men­te a los niños se les dice que si algo les moles­ta o están eno­ja­dos le peguen a una almoha­da, pero con esta “tera­pia” se acos­tum­bran a estar pegan­do; lo más reco­men­da­ble es inhi­bir las ten­den­cias agre­si­vas y pro­mo­ver las de cor­dia­li­dad, cre­ci­mien­to y entu­sias­mo, es decir, for­ta­le­cer las emo­cio­nes posi­ti­vas e inhi­bir las nega­ti­vas.

En los pri­me­ros dos años el dile­ma fun­da­men­tal de un bebé está entre la con­fian­za y des­con­fian­za, de tal mane­ra que todo lo que le de con­fian­za y segu­ri­dad le for­ta­le­ce­rá sus emo­cio­nes posi­ti­vas; por el con­tra­rio, todo lo que le gene­re des­con­fian­za o inse­gu­ri­dad le va a gene­rar emo­cio­nes nega­ti­vas. Esta es la razón por la cual se le reco­mien­da a los padres poner­le músi­ca, hablar­le y can­tar­le des­de que el bebé se encuen­tra en el úte­ro. Es muy impor­tan­te para la estruc­tu­ra­ción emo­cio­nal; mien­tras más peque­ño es el bebé los hábi­tos cobran mayor impor­tan­cia. El bebé antes de nacer ya tie­ne una his­to­ria sen­so­rial. Des­de que está en el vien­tre materno per­ci­be su entorno y reac­cio­na a los estí­mu­los, pues diver­sos estu­dios com­prue­ban que la vida de la madre, sus pen­sa­mien­tos y emo­cio­nes afec­tan el desa­rro­llo del feto. El niño es capaz de per­ci­bir tan­to el estrés, la ansie­dad o la angus­tia, como la cal­ma o la sen­sa­ción de bien­es­tar de su madre. Y no sólo eso, sino tam­bién reac­cio­nar a estos estí­mu­los a tra­vés de movi­mien­tos repen­ti­nos o chu­pán­do­se el dedo. El bebé, al ver­se arran­ca­do del vien­tre materno don­de sien­te segu­ri­dad y con­fort, y al dejar de escu­char el soni­do armó­ni­co y tran­qui­li­za­dor del lati­do del cora­zón de la madre, emi­te la pri­me­ra señal de vida: el llan­to. Des­pués, a tra­vés de este llan­to expre­sa­rá sus dife­ren­tes nece­si­da­des des­de el ham­bre, el sue­ño, la nece­si­dad de aten­ción, de cari­cias, de pala­bras boni­tas. Es así que des­de los pri­me­ros meses de vida el niño per­ci­be el afec­to, el recha­zo, el eno­jo, la indi­fe­ren­cia.

Así, expe­ri­men­ta­mos emo­cio­nes posi­ti­vas y nega­ti­vas en gra­dos varia­bles y de inten­si­dad diver­sa. Según sea la situa­ción que pro­vo­ca la emo­ción, se esco­gen pala­bras como amor, amis­tad, temor, incer­ti­dum­bre, res­pe­to, etcé­te­ra, que, ade­más, seña­la su signo (posi­ti­vo o nega­ti­vo). Y según sea la inten­si­dad de la emo­ción se esco­gen pala­bras como nada, poco, algo, mucho, muy, bas­tan­te, etcé­te­ra. Deci­mos, por ejem­plo: “me sien­to muy com­pren­di­do” (posi­ti­va) o “me sien­to poco defrau­da­do” (nega­ti­va). En con­se­cuen­cia, se pue­den reco­no­cer en toda emo­ción dos com­po­nen­tes bien dife­ren­cia­dos, el cua­li­ta­ti­vo y cuan­ti­ta­ti­vo.

Es pre­fe­ri­ble mar­car las emo­cio­nes posi­ti­vas y nega­ti­vas, pues no se pue­den inhi­bir sen­ti­mien­tos como tris­te­za, preo­cu­pa­ción o angus­tia. Por lo tan­to, es pre­ci­so apren­der a equi­li­brar tan­to las emo­cio­nes posi­ti­vas como las nega­ti­vas; lo ideal es expre­sar las emo­cio­nes nega­ti­vas a una esca­la de 10 por cien­to, con­tra 60 y 90 por cien­to de las posi­ti­vas.

Desarrollo emocional del niño

Las pri­me­ras mani­fes­ta­cio­nes de tipo emo­cio­nal en el bebé son el mie­do, la cóle­ra y el afec­to. Des­de los dos o tres meses de edad, si no se le hace caso cuan­do tie­ne sue­ño, ham­bre o le moles­ta el pañal, es capaz de expre­sar su mal humor a tra­vés de mue­cas, lágri­mas, gri­tos lar­gos y monó­to­nos.

A los seis meses es capaz de sen­tir ale­gría, reirá cuan­do se le hacen cos­qui­llas y reac­cio­na­rá según los estí­mu­los. A los ocho meses apa­re­ce la angus­tia, el temor, la cóle­ra y la arro­gan­cia, pues es cuan­do gene­ral­men­te se da el des­te­te, el bebé per­ci­be la sepa­ra­ción y víncu­lo con su madre.

Entre los dos y tres años, el niño expe­ri­men­ta segu­ri­dad a tra­vés de las cari­cias, los besos, las pala­bras dul­ces. Si el niño se sien­te ama­do, verá el mun­do de mane­ra posi­ti­va y con­fia­rá en los demás. Sin embar­go, la fal­ta de cari­ño dará lugar a un ser des­con­fia­do e insa­tis­fe­cho en esta­do de aban­dono y due­lo per­ma­nen­tes. En esta eta­pa apa­re­cen la agre­si­vi­dad, la envi­dia y los celos.

El desa­rro­llo de cier­ta inde­pen­den­cia se da apro­xi­ma­da­men­te a par­tir de los tres años. En esta eta­pa es muy impor­tan­te que sepan expre­sar sus emo­cio­nes. Entre los cua­tro y los cin­co años alcan­za cier­ta madu­rez emo­cio­nal, pero con­ser­va algu­nos de sus mie­dos. A los seis años las reac­cio­nes emo­ti­vas del niño son las sim­pa­tía, la ter­nu­ra, el deseo de agra­dar. Los impul­sos agre­si­vos, como los celos, la cóle­ra y la ven­gan­za empie­zan a dis­mi­nuir. A esta edad el niño es capaz de razo­nar para no reac­cio­nar impul­si­va­men­te, es decir, mane­ja mejor sus emo­cio­nes. Si no lo hace, es nece­sa­rio enton­ces apo­yar­lo para que entien­da que se vale sen­tir­se eno­ja­do, tris­te, ale­gre o con mie­do.

A par­tir de los sie­te, la vida social del niño está más mar­ca­da, pues tie­ne mayor dis­po­si­ción para com­par­tir, de mane­ra que a los 10 años es feliz y el jue­go es su acti­vi­dad favo­ri­ta. En esta eta­pa toda­vía requie­re de orien­ta­ción para con­tro­lar y cana­li­zar sus emo­cio­nes.

Relación positiva entre padres e hijos

Algu­nos prin­ci­pios fun­da­men­ta­les para lograr una posi­ti­va rela­ción entre padres e hijos, y por ende, un mane­jo ade­cua­do de sus emo­cio­nes son:

1. Jugar con los niños. La mayo­ría de los padres no jue­ga o jue­ga muy poco con sus hijos. Se con­si­de­ra que los adul­tos no deben inter­ve­nir en jue­gos infan­ti­les o se sien­ten impro­pios. En reali­dad, la inter­ac­ción entre los padres y los hijos a tra­vés del jue­go es una de las for­mas de acer­ca­mien­to afec­ti­vo más impor­tan­tes. El jue­go entre padres e hijos favo­re­ce la con­fian­za, la com­pren­sión y el afec­to mutuo. Tam­bién ayu­da mucho hacer­los reír; el humor es una de las cla­ves de la inte­li­gen­cia, aun­que no es la úni­ca, pero si una de las más impor­tan­tes; la son­ri­sa sig­ni­fi­ca una espe­cie de com­pli­ci­dad entre dos per­so­nas, y en este caso, el niño se sien­te com­pren­di­do.

2. Evi­tar el cas­ti­go. Se ha demos­tra­do que el cas­ti­go, sea físi­co o ver­bal, úni­ca­men­te pro­du­ce con­se­cuen­cias nega­ti­vas y real­men­te no es efec­ti­vo para lograr algún cam­bio posi­ti­vo. Es mejor evi­tar pegar o rega­ñar a los hijos, de esta mane­ra se esta­rá logran­do lo opues­to de lo que se pre­ten­de. Lo ideal es orien­tar­los y decir­les los des­acuer­dos. Si se cas­ti­ga a los niños, éstos per­de­rán la con­fian­za, sen­ti­rán ren­cor, se vol­ve­rán rebel­des, tími­dos, inse­gu­ros, men­ti­ro­sos, etcé­te­ra.

3. Diá­lo­go sí, impo­si­ción no. Muchos adul­tos pien­san que sus hijos deben obe­de­cer­les por prin­ci­pio de auto­ri­dad aun­que no com­pren­dan por qué se les dan deter­mi­na­das indi­ca­cio­nes. Si no obe­de­cen se les cas­ti­ga, inclu­so con gol­pes y otras tor­tu­ras. Estos padres no con­si­de­ran impor­tan­te aten­der y com­pren­der los pun­tos de vis­ta de sus hijos, pien­san que no tie­nen capa­ci­dad. Algu­nos efec­tos de esto son: resen­ti­mien­to con­tra los padres, temor, inse­gu­ri­dad, ner­vio­sis­mo, apa­tía, irra­cio­na­li­dad, entre otros. En lugar de una acti­tud impo­si­ti­va es con­ve­nien­te inten­tar que los hijos com­pren­dan las razo­nes que exis­ten para hacer lago o dejar de hacer­lo. Esta­ble­cer el diá­lo­go con ellos sig­ni­fi­ca fun­da­men­tal­men­te escu­char con aten­ción sus pun­tos de vis­ta y tomar­los en cuen­ta para lle­gar a una con­clu­sión acep­ta­ble. Un niño que es edu­ca­do a tra­vés del diá­lo­go desa­rro­lla con­fian­za en sí mis­mo y en los demás, apren­de a razo­nar y a ser res­pon­sa­ble.

4. ¿Ofre­cer pre­mios? No es con­ve­nien­te ofre­cer pre­mios a los hijos a cam­bio de que éstos ayu­den en algu­na acti­vi­dad o logren una cali­fi­ca­ción en la escue­la. Es mucho más con­ve­nien­te dar cari­cias, pala­bras posi­ti­vas, deta­lles y rega­los de mane­ra “espon­tá­nea”, pero cer­ca­na en el tiem­po, a las accio­nes posi­ti­vas de los meno­res. Eso sí, es con­ve­nien­te estar aten­to y valo­rar expre­sa­men­te cada peque­ño avan­ce posi­ti­vo de los hijos, en lugar de aten­der prin­ci­pal­men­te a sus accio­nes nega­ti­vas, como gene­ral­men­te se acos­tum­bra.

5. Decir “sí”, cuan­do no hay razo­nes para decir “no”. Debi­do a la diná­mi­ca común, los padres muchas veces están pre­dis­pues­tos a negar la apro­ba­ción de las peti­cio­nes que les hacen sus hijos. Sólo cuan­do éstos insis­ten mucho o hacen berrin­che, los padres ceden de mala gana, pero favo­re­cien­do que los meno­res apren­dan a moles­tar­los como una mane­ra de lograr lo que quie­ren. En lugar de esto, es con­ve­nien­te pro­cu­rar estar pre­dis­pues­tos a decir que sí a las peti­cio­nes de los hijos, sal­vo que haya razo­nes cla­ras y sufi­cien­tes para decir que no, y en este caso no es con­ve­nien­te ceder por la sim­ple pre­sión de los meno­res.

EN RECUADRO

Importancia del afecto  

El desa­rro­llo de las emo­cio­nes es cru­cial, es lo que mue­ve al mun­do, a tra­vés de dos sen­ti­mien­tos muy fuer­tes: el odio y el amor. La edu­ca­ción de las emo­cio­nes debe ser prio­ri­dad para crear una socie­dad de afec­to más que de cono­ci­mien­to. El afec­to y la con­vi­ven­cia no son un acce­so­rio sino la opor­tu­ni­dad de sen­tir­se bien con los demás, por eso, es impor­tan­te que los padres conoz­can las emo­cio­nes que expe­ri­men­tan sus hijos; si éstos se chu­pan el dedo, si se mue­ven repe­ti­ti­va­men­te, son agre­si­vos, casi no jue­gan, rom­pen cosas, son muy pasi­vos, casi no hablan o tie­nen mie­do de inter­ac­tuar con otras per­so­nas, son algu­nas seña­les que pue­den indi­car ines­ta­bi­li­dad emo­cio­nal y fal­ta de afec­to en el niño.